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Fabrica alfajores, galletitas y dos populares golosinas: los Naranjú y las Mielcitas. De 88 integrantes, 66 son mujeres. Fue vaciada a partir de 2018 y después, para colmo, la pandemia. El rol de los sindicatos, la izquierda y los medios visto desde quienes quieren volver a trabajar. Frase patronal: “¿Cómo hacen estas negritas para seguir viviendo?”. La cooperativa mejoró la calidad de la producción, y recuperó el apoyo de los clientes. El secreto del orgullo. 

Las mujeres, al frente de la producción. Resistieron al vaciamiento y a la inacción del Estado. Formaron una cooperativa. Celebran que ahora pueden ir al baño y tomar mate cocido mientras trabajan. Apuestan a dejarle la empresa a sus hijos y familiares, para seguir criando autogestión. Fotos: Sebastián Smok

«Mamá tiene que ir a trabajar”.

En medio de la angustia, de los nervios, y de tener un compañero de vida que también se había quedado sin trabajo, Silvina Valerio no quiso mentirle a su hijo de 5 años. “Mamá tiene que cuidar que nadie entre, hijo”, completaba la historia esta mujer de 39 años, con 19 de producción en la fábrica Suschen, productora de los alfajores homónimos y de golosinas como Mielcitas y Naranjú, ubicada en Rafael Castillo, galaxia bonaerense de La Matanza.

Atrás habían quedado los días en que Silvina tenía que escribir en un papelito el horario en el que iba al baño, porque lo que se estaba jugando en ese 2019, con audiencias laberínticas en el Ministerio del Trabajo y noches de vigilia en la empresa, era su trabajo.

Pero Silvina no recuerda ese momento desde la calle, tampoco desde un acampe, sino tomándose cinco minutos de su línea de producción para poder contar que hoy habla como trabajadora de la Cooperativa de Trabajo Mielcitas.

Porque la historia tuvo un giro.

Y así elige contarlo: “El final fue: ‘Hijo, mamá recuperó la empresa’”.

Ocupar el miedo

El giro empieza en 2018.

Las primeras señales del vaciamiento llegaban en dos impactos de bolsillo:

  1. la falta de pago de las cargas sociales,
  2. obreras que pasaban de cobrar una asignación familiar a percibir una asignación universal. “¿Por qué si somos trabajadoras y tenemos un recibo de sueldo?”, se preguntaba Silvia Ayala, 46 años, y tenía un sentido claro: de percibir un derecho de trabajadoras en relación de dependencia pasaron a ser sujetas de un programa dirigido a trabajadoras desocupadas.

De los tres turnos históricos ya quedaba uno solo; de 300 trabajadorxs pasaron a ser 101; los pagos se empezaban atrasar; la empresa cambió su razón social, y el combo se completó cuando el patrón Roberto Duhalde mandó a toda la planta de vacaciones: “En ese lapso aprovecharon para vender una máquina de dulce de leche”.

El proceso se agravó durante 2019. “Nos decían que no había plata”, recuerda Silvia, que en ese entonces era delegada en la fábrica por el Sindicato de Trabajadores de la Industria de la Alimentación. “Empezamos a hacer las denuncias correspondientes en el Ministerio de Trabajo, pero siempre digo que acá se aguantó mucho el manoseo de la patronal. Primeramente, éramos todas mujeres, y en segundo lugar, todas teníamos miedo. Me incluyo. Ninguna quería perder el trabajo y no nos gustaba reclamar, por miedo a que nos fueran a echar o a tomar de punto”.

Lorena Peralta, 45 años, 27 en la empresa, trabaja en la producción de las semillas de girasol, y recuerda: “Fue muy triste ese proceso, y muy doloroso porque una nunca se la espera. La mayoría éramos mamás solteras. Por suerte, mi hijo es grande, tiene 29 años, pero lo feo era que me viera todos los días llorando”. Esther Diez, 39 años, 18 en la fábrica, sector de Mielcitas: “Mi nena tenía 6. Fue duro, pero no le mentía. ¿Qué le decía? Que mamá se iba a resguardar las fuentes de trabajo”.

Las audiencias naufragaban y la gota final llegó a principios de julio cuando descubrieron que el hijo del dueño se estaba llevando cajas con papeles administrativos. Esa noche decidieron quedarse a dormir. Se dividían en turnos: “Pasó algo que no sé si ocurrió en muchas cooperativas: la patronal seguía adentro, nos cruzábamos en los pasillos, hasta que finalmente se fueron”. Marcela Romero, 46 años, 22 de trabajo: “Fue tremendo: dormíamos sin saber si a la noche llegaba alguien y nos pasaba algo”.

El 11 de julio de ese año fueron al Ministerio y nadie de la parte patronal se presentó. A Silvia se le cruzaron varias imágenes: “Era venir a explicarle a la gente que nos quedamos en la calle. Era ver la angustia de un montón de compañeras. Era saber que somos todas mayores de 40, que todas tenemos hijos, que muchas éramos sostén de familia”.

Marta Zenteno, 45 años, sumó una pregunta clave: “¿A dónde vamos a ir a buscar trabajo?”.

El panorama se despejó mientras volvían en auto de una de esas reuniones, cuando alguien preguntó si conocían a IMPA.

-¿Qué es?- le respondieron con desconfianza.

-Una cooperativa.

Despejar el ruido

IMPA significa Industrias Metalúrgicas y Plásticas Argentina, pero también significa una de las primeras empresas recuperadas en el país, desde 1998. Es decir, no sólo era una idea que se ponía en común, sino también el código de una posibilidad.

Sin embargo, el primer efecto fue de sospecha. “Me quedé ahí, en el auto, pensando qué les voy a dar de comer a mis hijos con una cooperativa -recuerda Silvia-. Te daban ganas de irte y conseguir trabajo por otro lado”.

Un día llegaron a la fábrica integrantes del Movimiento Nacional de Empresas Recuperadas (MNER). Uno de ellos era Eduardo Vasco Murúa, referente del MNER y de la propia IMPA, hoy a cargo de la Dirección de Políticas de Inclusión Económica dentro del Ministerio de Desarrollo Social de la Nación. Silvia estaba reunida con el sindicato: “Los escuché dos o tres palabras y me fui. Estaba muy cansada y les dije a los del sindicato: ‘Atendelos vos’. El Vasco me dice: ‘Ya me vas a llamar’”, recuerda entre risas.

¿Por qué esa reacción? Silvia explica que, a lo largo del conflicto, se les acercaron personas de todos los credos, partidos y teorías universales, pero ninguna con una respuesta. “Por un lado, los chicos de la izquierda nos apoyaron, pero te queman la cabeza, diciendo que el Estado tiene que pagar esto y aquello; por otro, tenés a los que te traen un salvador que va a comprar la empresa y traer la materia prima. Hasta el día de hoy la gente te quema. Imaginate: nosotras no sabíamos nada, las chicas aprendieron a hablar por teléfono con proveedores, a usar la compu, a mí hasta el día de hoy me cuesta muchísimo. En ese momento todo el mundo te quería salvar o, mejor dicho, se quería salvar con nosotros. Hasta los mismos canales de televisión: venían porque las compañeras lloraban. Eso vende. Era 2019, momento de elecciones presidenciales, y toda esa gente hablaba con compañeras que lloraban porque se quedaron sin trabajo y no sabían qué les iban a dar de comer a sus hijos. Un día decidimos no hacer entrar a más nadie y resguardarnos”.

El sindicato tampoco ayudó. Dentro de las recuperaciones, son pocos los gremios que apoyaron los procesos de lucha en las cooperativas: el de la Alimentación, con Rodolfo Daer a la cabeza, no fue la excepción. “No hicieron nada más que hacernos pasar frío en actividades”, dice Marta. Silvia, que era delegada, coincide: “Se lavaron las manos. Lo entendí cuando salimos del Ministerio de Trabajo. Al otro día fuimos a hacer un escrache a la casa del patrón, pero nos enteramos de que les habían avisado y no había nadie”.

¿Por qué piensan? “Lo que pasa es que siempre arreglaron con la empresa. El sindicato es mantenido por los empresarios, y sin esa plata no puede sobrevivir. Acá también, y por eso se permitió que echaran a compañeras. Yo fui criada con mi papá laburante metalúrgico que salía afuera y peleaba contra la patronal, ¿entonces qué esperás como trabajadora? Que el sindicato te respalde. Un día vi que Daer levantó el teléfono y dijo: ‘Levanten todo’. Me quería matar: hacía dos días que no veía a mi hija, pero a ellos no les importa”.

Por todo esto que llevaban en sus cuerpos, las trabajadoras se ríen al recordar el cruce con el Vasco Murúa. Silvia cuenta el remate: “Los llamé a la semana para que me contaran qué quería decir una cooperativa”.

Hoy Silvia es la presidenta.

Planes & matecocidos

Las trabajadoras iniciaron los trámites, en enero de 2020 ya tenían la matrícula otorgada por el Instituto Nacional de Asociativismo y Economía Social (INAES), y cuando la AFIP les estaba por otorgar el CUIT para empezar a operar estalló la pandemia. Silvia: “Todo el año luchando, esperando los papeles, y de repente nos cancelaron todos los turnos”. Al ser actividad esencial por producción de alimentos, la flamante Cooperativa de Trabajo Mielcitas podía pensar otras estrategias en medio de las restricciones de circulación. Victoria Cañete, 40 años, 28 en la fábrica: “Las boletas de luz y de gas seguían llegando. Algunas vivimos cerca y vinimos caminando. Los teléfonos sonaban: ¡eran clientes haciendo pedidos! De a poco propusimos volver al trabajo, y más de una se enganchó”.

Las obreras hicieron un relevamiento interno para saber quiénes tenían complicaciones de salud. Silvia: “La primera etapa de la pandemia fue horrible, no sabíamos nada, y veíamos alrededor nuestro que la gente se moría. Teníamos compañeras que sufrían de asma, otra alérgicas, y nosotras mismas las sacábamos. Les decíamos que la cooperativa les iba a sostener el ingreso, pero que no vengan”. Marta no duda en que ser una cooperativa les permitió otro reflejo en tiempos de crisis: “Si hubiéramos estado bajo patrón directamente no estaríamos trabajando. Tampoco cobrando las quincenas. Y no hubieran hecho el cuidado de las compañeras: hubieran dejado a todas afuera y abierto otra razón social”.

También entendieron la diferencia en el esquema de asistencia social durante la pandemia: mientras el Estado pagó hasta dos salarios mínimos en empresas como Clarín o Techint, las cooperativas podían aplicar a dos programas (Línea 1 o Potenciar Trabajo, excluyentes uno del otro) que, en el mejor de los casos, llegaban a $16.500. Silvia: “La ayuda está bien, la necesitábamos, es plata que hacemos circular, pero no me gustaría seguir cobrando un plan por años: nosotros pedimos trabajo, tanto para nosotras como para la juventud”.

Ese trabajo recuperado puede verse en una recorrida por las líneas de producción de la empresa. ¿Qué recuperaron y qué significa trabajar sin patrón? 

Marisa Verón trabaja desde el ’95: “Hoy me puedo tomar un matecocido”.

Mirta Ramírez, desde el ’94, ordena los alfajores en cajas con una velocidad que envidiaría cualquier arquero de fútbol: “Hoy podés pedir permiso para ir al médico y recuperar tus horas de trabajo”.

Esther Diez enumera: “Uno: tenés la libertad de que esto es tuyo. Dos: el material sale mejor. ¿Por qué? El laburo es el mismo, pero se trabaja sin esa presión”.

Sabrina Franco, 42 años y 23 en la fábrica, resume: “Tranquilidad”.

La pista del orgullo

Hoy son 88 personas asociadas a la cooperativa, el 90 por ciento son mujeres. Ellas forman parte de la rama de Géneros que se abrió en el MNER: “El primer encuentro de las trabajadoras del movimiento se hizo en Mielcitas: éramos más de 100 compañeras -dice Silvia-. Nos reconocimos. Desde el acoso laboral cuando teníamos patrones hasta dejar a nuestros hijos al cuidado de algún familiar. Nos decíamos mujeres sin patrones”.

Lo que pusieron en marcha estas mujeres sin patrones no se detiene. Mejoraron la calidad de los productos y eso impactó en las ventas. Elena Reisch, 47 años, 20 en la fábrica, secretaria de la cooperativa: “El que te pedía 20 cajas nos empezó a pedir 50, después 100, después 1.000. Eso te llena de orgullo. De Mielcitas hacemos 200 cajas por día en un solo turno. Mejoramos el alfajor y hoy estamos sacando más de 2.000 cajas por día. En época de producción, el Naranjú hacemos 2.500 por día. Tenemos mucha demanda”.

Hoy proyectan incorporar nuevas líneas de trabajo para aumentar la producción, mejorar la calidad del agua, y trabajadorxs de Farmacoop (el primer laboratorio recuperado del mundo) las están ayudando en la construcción de un laboratorio propio para la certificación de la producción. Piensa Silvia: “Tenemos más responsabilidades, nos quita mucho sueño, pero te da esa parte de poder soñar a que esto va a crecer y va a quedar. Me dio esas ganas de soñar que esto va a quedar para el hijo de Marta, para la hija de Vicky, para nuestros familiares. No sabía lo que era una cooperativa, pero esta lucha me dio la posibilidad de saberlo, de conocer todos los días a una persona distinta que me cuenta una experiencia distinta a nosotros. Todo lo que pasó me quitó muchísimo, pero sigo apostando”.

Elena cuenta alguna de las nuevas apuestas: “Si bien tenemos un movimiento que nos ayuda, no contamos con una ley que nos avala en el derecho a ocupar el lugar: nos ven que usurpamos la fábrica, pero no los derechos que nos arrebataron”. Por esa razón, durante 2022 el MNER presentó en el Congreso el proyecto de Ley de Recuperación de Unidades Productivas para contar con un resorte legal que facilite los trámites de propiedad de las empresas. Otro desafío es la jubilación: “Es la preocupación de las chicas. ¿Cómo vamos a hacer el día de mañana? Hoy somos monotributistas y vivimos en Argentina”.

Otro desafío, quizá uno de los más importantes, es el interno: “Lo que cuesta es llegar a las compañeras y dejar en claro que lo estamos haciendo es un proyecto a futuro, para que esto nos trascienda a nosotras y que vaya de generación en generación, y que no nos vean como un nuevo patrón”, dice Elena. Al ser una cooperativa joven, con décadas de administraciones que no permitían ir al baño o enfermarte, y en la que hoy destacan la tranquilidad de poder tomarte un matecocido, esa memoria es parte de una construcción.

Por eso, Elena subraya una palabra clave: orgullo. ¿Allí hay una pista? Silvia lo piensa en perspectiva: “De este lado una ve mucho orgullo y que no hay imposibles, que todo es posible, y tampoco es imposible llegar a los compañeros. Ese es uno de los logros a los que queremos llegar: que los compañeros estén conformes, que estén convencidos de lo que hicimos, porque esto lo hicimos en conjunto. Si no está la que pone el dulce, si no está la que empaca, esto no sería posible. Y ahí vamos: a que se la crean. Esto es nuestro”.

En mayo, casi la totalidad de las compañeras fueron al Encuentro Federal de Empresas Recuperadas que el movimiento realizó en la Cooperativa Aceitera La Matanza, donde participó el propio presidente Alberto Fernández. Marta recuerda: “Mandamos a hacer una remera que decía ‘Mielcitas’ y todos se acercaban a saludarlas, a felicitarlas. Ese día vinieron más entusiasmadas. Y es importante, porque no todas toman dimensión de la historia que creamos. Nos enteramos de que en las reuniones que tenían los patrones decían: ‘¿Cómo hacen estas negritas para seguir viviendo’? Pensaron que nos íbamos a quedar en el molde y que iban a seguir haciendo lo que quisieran, pero todo tiene un límite. El maltrato era mucho y dijimos basta. Marcamos una historia, y eso es lo que nos tenemos que creer”.

La historia futura

¿Cómo hicieron, en el momento más difícil, para separar el ruido de lo importante? Silvia: “En lo personal, fue un intento. A mis 40 años no sabía lo que era una cooperativa ni una empresa recuperada. Si te digo que sabía, me estoy mintiendo a mí misma. Siempre supe trabajar bajo patrón, tener mi plata y listo. Hoy me preguntás y no lo puedo creer: lo estoy aprendiendo cada día en estos tres años. Pero sí sé que este lugar es nuestro y que mañana le puede quedar a mi hijo, a mi nieto, a un familiar. La idea no es llegar a viejitas y venderla”.

¿Cuál es, entonces?

Silvia no duda: “Criar futuro”.

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