Se enamoraron mientras daban forma a una serie de charlas que cruzan filosofía y periodismo. Título: “La comida ha muerto”. Anuncian allí una serie de catástrofes cotidianas, dicen, con la intención de conmover y mover a sus oyentes. Y lo logran. Cuál es el efecto de esta pareja que le habla a una época desde la incomodidad: Nietzsche, supermercados, pandemia, tecnología, la oportunidad que perdimos y lo que, parece, nos puede llegar a salvar del apocalipsis: el amor. Por Claudia Acuña.

Foto: Lina Etchesuri

Él lleva una sonrisa clara y una remera negra que proclama “Victoria o muerte”. La remera de ella es rosa y tiene la silueta de una chica arrojando una bomba molotov. Hace apenas unos días los vi sentados en un imponente escenario propio de un recital de rock, rodeados de 630 personas que pagaron mil pesos para escucharlos, en un silencio de misa, hablar durante dos horas y media. 

Anunciaron así tres noticias inminentes: nos vamos a morir, el planeta colapsa y la estamos pasando horrible. 

Ahora, cuando Soledad acurruca sus largas piernas en el sillón y Darío me enfoca con sus ojos color león, la primera pregunta se impone como una plegaria que busca aquel “sol matinal que se asoma entre oscuras montañas” del que hablaba Zaratustra, en pleno desosiego del ocaso del 1800. 

(Spoiler: sobrevivimos).

¿Estamos tan mal?

Darío: Hay una predisposición, por parte de cierto disciplinamiento social histórico, a construir una especie de optimismo exacerbado: nos están haciendo creer que estamos muy bien y que la vida tiene un sentido claro, y que esa claridad se obtiene sobre todo en la reproducción de ciertos sistemas de consumo. Cuando la filosofía exagera argumentos o imágenes tiene como objetivo dar martillazos, pegar un golpe, buscar una brusquedad de pensamiento, para que en esa exageración nos podamos posicionar desde otro lugar. ¿Eso significa que nos vamos a morir mañana? No lo sé, pero significa que lo tenemos que pensar como posibilidad, sobre todo para cuestionar la omnipotencia de creer que no nos vamos a morir nunca.

Pertenecemos a una época en la cual la pandemia lo hizo evidente: la muerte estuvo parada mucho tiempo en nuestra puerta…

Darío: En ese primer momento apocalíptico, quizá, pero toda la narrativa de cuidados, que caló muy fuerte, se terminó al toque: hoy los números de muertos se presentan en los diarios al lado del pronóstico meteorológico. La normalización de lo que pudo haber sido este acontecimiento extraordinario de la pandemia logró su objetivo y esa especie de zamarreo que nos pudiera haber hecho pensar desde otro lugar, ya pasó.

¿Perdimos esa oportunidad?

Darío: Creo que sí.

Soledad: No solamente perdimos esa oportunidad, sino que ante esa oportunidad se fortalecieron los sistemas que nos condujeron a esta crisis. ¿Quién es el gran ganador de la pandemia? La industria farmacéutica. ¿Quiénes se enriquecieron más que nunca mientras toda la sociedad se empobreció? Salimos de la pandemia con megamillonarios volando a Marte: nos están dejando a todos atrás, volando al infinito y más allá a costa nuestro. Hay que analizar esta consecuencia no desde la fatalidad que representa, sino desde lo concreto que significa: en América Latina los que más murieron durante la pandemia fueron indígenas y campesinos. Si tenemos aún la oportunidad de un pasaporte de fuga hacia algo mejor tiene que ver con la recuperación de nuestras capacidades territoriales, porque lo concreto es que la tierra está agonizando mientras Elon Musk se hace una cervecería en una plataforma marciana. Las corporaciones acumularon más poder gracias a la asistencia corporativa.

¿Por qué hablás de “asistencia corporativa”?

Soledad: Porque ante el empobrecimiento que dejó la pandemia el sistema asistencial se fortaleció. Y lo hizo a través de las marcas. No es la primera vez en la Historia que algo así sucede. La pandemia tiene toda la narrativa de una guerra y Coca Cola, por ejemplo, se expandió a la luz de las guerras: en 1942 logró llegar a Europa de la mano de los contratos con el Ejército de Estados Unidos. Las marcas aprovecharon esta guerra de la pandemia como todas las otras. Y fue un golpe para derribar otras políticas públicas posibles. El resultado es una consolidación de lo peor que nos trajo hasta acá.

“La comida ha muerto” es el título de la charla que Soledad y Darío dieron ante un Konex repleto: teoría y data de todo lo que nos tragamos.

La crisis como oportunidad, entonces, ¿solo la aprovecharon los más fuertes y nosotres perdimos porque…?

Darío: Porque no hubo un cambio en la subjetividad, sino que hubo un trasluz que puso en evidencia lo que ya éramos. Siguiendo lo que planteó Paul Preciado, la pandemia vino a evidenciar lo que veníamos siendo y estaba de algún modo invisibilizado. Fue un acontecimiento extraordinario, pero esto de estar fuera del orden no alcanzó para generar un viraje. A veces tengo la sensación de que algunas personas –a mí me pasó– tuvieron el colapso mental de decir “Tengo que mover cosas de mi vida”. Pero me parece que eso se redujo a cuestiones individuales, no sociales. Si tuviese que hacer un diagnóstico, creo que socialmente fue al revés: se exacerbó el individualismo, se puso más en evidencia la acumulación, la amenaza del otro como agente de contagio permanente…

El miedo es un factor de conservadurismo; el consumo es un consuelo … ¿Cómo cambiar la potencia negadora de esos valores?

Darío: Hay una encrucijada. La pregunta es esa: ¿cómo hacemos para ser más felices? A mí me sale responder: lo primero que tenemos que hacer es deconstruir la idea de felicidad. La clave de todo es la deconstrucción. Porque estamos arraigados a dispositivos tan instalados que primero hay que desarmarlos para empezar a pensar hacia dónde ir. Cualquier expectativa de “hacia dónde voy” está infectada por el lugar donde estamos, con todas las contradicciones que eso implica. Primero hay que desarmarse a uno mismo. No arriesgaría un “hacia dónde” tan rápido. Ya estamos dándonos cuenta de que no tenemos ninguna visualización y hasta –por suerte– nos da miedo repetir las mismas experiencias de cambio que derivaron en otras formas de disciplinamiento. Creo, sí, que comenzó un proceso de deconstrucción y que debemos agradecerlo a los movimientos que hacen de eso una bandera.

El término deconstrucción surge de la academia, ¿cómo se aplica en la práctica?

Darío: La desconstrucción no es algo programático, es una filosofía, una forma de apostar a la apertura. Deconstruir no solo lo macro, sino lo micro. A mí, por ejemplo, lo que más me convocó de Sole, cuando empecé a conocer su obra y a escucharla, fue que se me amalgamó inmediatamente esta idea de “el poder de cambio más eficiente es el que no se ve”, el que construye sus dispositivos en nuestra intimidad más cotidiana. Cuanto más personal, más poderoso es el cambio: en el amor, en el comer… También es cierto que cuanto más se profundiza la deconstrucción, más se profundiza la reacción conservadora. Y eso asusta.

Soledad: A mí me gusta mucho cuando Suely Rolnik habla de la descolonización de nuestras subjetividades y de nuestro inconsciente. De ejercicios micropolíticos imprescindibles para que los macros puedan acontecer. Ahí aparece la importancia de cambiar nuestras formas de hacer, de comer, de cuidar, de criar. Des-enajenarnos para recuperar nuestra fuerza vital, que hoy está al servicio de la maquinaria de consumo, que nos necesita zombies. Creo en la capacidad politizadora que tiene esa transformación. Toda nuestra experiencia cotidiana está atravesada por cosas que nos hacen profundamente infelices. El camino zombie es una herencia o inercia ideológica, pero una vez que abrís los ojos y la ves, por su contundencia, la desarmás. Hay que llegar a eso. Creo en ese movimiento.

Darío: Escuchaba a Sole hablar de lo zombie, y me viene a la memoria una frase de Nietzsche con la cual cerramos la conferencia: “el desierto crece…”. Y pensaba: hay más desierto en un shopping que en el vacío. Recuperar el vacío, recuperar la incertidumbre, recuperar el riesgo… Nuestra cultura es muy farmacológica: genera una especie de tranquilidad homogeneizante, donde uno se siente a gusto. Cuando Marx decía aquello de que la religión es el opio de los pueblos, no hablaba solo en el sentido del empelotudecimiento, sino también de que hay una construcción identitaria. La religión genera una sensación de calma dulce… y en ese sentido me parece que seguimos siendo profundamente religiosos.

Algo de eso también puede atribuirse a la presentación de “La comida ha muerto”: ¿están predicando el apocalipsis?

Darío: Te diría que era una gran parodia del predicamento. El Zaratustra de Nietzsche es justamente eso: el Anticristo, el predicador que viene a desarmar la prédica original. Pero quizá tenemos que pensar todo en términos de religión: el rock, el fútbol…

Soledad: A mí me gusta mucho ese efecto que se genera con este tema y con otros igual de complejos. He visto a Darío en otras charlas hablando sobre la muerte durante cuarenta minutos y las personas estaban absolutamente conmovidas y transformadas. Y ojo: hay que estar dispuesto a que eso suceda, pagar para eso… Quizá tiene que ver con que no hay espacios para que esa conmoción suceda. Y esos espacios hay que crearlos, darles un marco. Nadie que venga a escucharnos piensa que va ahí a ver a Los Midachi. Ante ese acuerdo hay una apertura, hay una disposición… y pasa algo en esa ceremonia.

¿Qué resultados notan cuando terminan la conferencia?

Soledad: Las personas se van conmovidas y eso ya es un montón. Si se fueran con una receta de soluciones estaríamos vendiendo lo mismo que estamos denostando. El objetivo es que cada quien pueda hacerse preguntas que no estaban habilitadas… Es absurdo pensar que desde esta forma civilizatoria van a salir las respuestas. Es mejor abrir –dentro de este menú de opciones y preguntas– otras ideas, incluso mostrar otras formas contemporáneas civilizatorias que hoy están invisibilizadas como las que encarnan tantos pueblos indígenas.

Darío: Sole hablaba de conmoción y yo te agrego: estremecida. Creo que la filosofía es un arte del estremecimiento, y es muy efectiva cuando se mete con estas cosas. Una gran deuda de la filosofía es quedarse en el cuestionamiento teórico, pero si no tiene una incidencia directa en la transformación social, de las personas, queda en la nada. Nosotros no tenemos otra pretensión que se estremezcan, que te pase algo. Algo te tiene que pasar, porque si no estás como totalmente sujeto, en el sentido de sujetar. El gran mito de nuestro tiempo es que uno es libre y autónomo, pero esa libertad y esa autonomía más que causas son efectos. Hoy me parece más necesario que nunca ver cómo el poder se construye en lo micro, la gran revolución que trae Foucault al mundo de las Ciencias Sociales.

Estamos en una época dominada por algoritmos que imponen un tipo de pensamiento “grieta”: sí o no, blanco o negro. ¿Cómo podemos resistir a esa simplificación que conspira tanto contra la creación de otros posibles?

Darío: Abogo por una filosofía de la ambigüedad. Para mí la utopía está en la ambigüedad. La difuminación taxativa de los lugares fijos, las fronteras excluyentes… El pensamiento excluyente es un pensamiento binario y por binario, jerárquico: lo binario siempre instituye una jerarquía. Los buenos siempre somos nosotros. Y todo lo que no soy yo es el mal. Y la ambigüedad es deconstruirse. Y deconstruirse no es solo una cuestión identitaria. Con la tecnología, por ejemplo, tengo una lectura más deconstructiva. No lo pienso en términos “tecnología versus naturaleza”. Tampoco soy pro tecnológico, pero sí entiendo que hay que salirse de la idea de que la tecnología está transformando la naturaleza humana, tanto para bien como para mal. Es un debate que supone que existe una naturaleza humana. Los que no creemos en eso, aquellos que pensamos que la naturaleza es construcción permanente, analizamos a la tecnología como algo que atraviesa lo que somos. No me gustan las lecturas de la tecnología como algo exterior, que viene a influenciar. Sí creo que estamos en los indicios de hasta qué punto la innovación tecnológica puede mover lugares estructurales. Pero también está claro que no sé si estamos todavía pudiendo pensar este impacto. A veces me siento pensando el mundo del siglo 21 con categorías del siglo 20. Falta desarmar esas categorías.

Soledad: Ojo: hay que tener en cuenta quiénes son los dueños de la tecnología y cómo se la están apropiando. La tecnología es una herramienta pero, ¿quiénes son los que crean esos algoritmos, quienes se apropian de esa información? Estoy leyendo El capitalismo de la vigilancia, un libro enorme que cuenta qué hacen con los datos que nos piden y que guardan. Y es aterrador, porque lo que buscan es la automatización de nuestra subjetividad. Y es algo que está sucediendo hoy: no es ciencia ficción. Hay una relación directa entre ser dueños de la tecnología y la realidad concreta del poder real. Todo el tiempo tenemos que hacer un entrecruzamiento entre lo que pensamos de las cosas y lo que las cosas son. O sea siempre hace falta periodismo.

La noticia, entonces, es que están ganando los malos. Y la posibilidad de destrucción cada vez es mayor. ¿Las respuestas? Una es tener miedo, otra es enamorarse. Ustedes se enamoraron… ¿Cómo fue?

Soledad: Nos convocaron desde la UTT a dar una charla juntos en una Cátedra de Soberanía Alimentaria, y nos empezamos a encontrar, a juntar ideas para cruzar juntos. Pasó el tiempo, y acá estamos.

Darío: Siempre busqué en mis formas de hacer filosofía el encuentro con otros lenguajes, otros planos. Con Sole me impactó eso: todos los temas de la otredad, que a mí me convocan desde siempre, de repente los vi absolutamente claros en el laburo que hace. Entonces sí: el laburo fue lo primero que nos unió. Después… Y bueno: trabajando, nos enamoramos.

Y como predicadores, ¿qué resultados cosechan como pareja?

Soledad: Yo tengo una búsqueda más activista, y él viene con un bagaje más intelectual. Y me parece que esa complejidad genera cosas interesantes, incluso para desarmar mis propias ideas y yo las suyas. No necesariamente estamos de acuerdo en todo, pero de algún modo vamos al mismo lugar.

Darío: Evidentemente alguien que me escucha hacer una reflexión filosófica, y a Sole aportar datos desde la investigación empírica… eso es convocante, genera sinapsis… siente que está pensando, que no es monocromático. Es una combinación que le dio muchísimo más impulso a lo que cada uno venía reflexionando por su lado. Y algo pasó también en otro aspecto: vamos caminando por la calle y la gente nos saluda, se pone contenta. Dio alegría esta pareja.