Por Claudia Acuña

Es domingo, faltan unos minutos para las cinco de la tarde, Cristina Fernández de Kirchner está en Olivos, según me advierte la cronista de un noticiero, y esperan que regrese a su departamento después de la 19. La tarde es fría y nadie convocó a movilizarse, pero en cada vereda que conforman esa ochava, hay abrigadas y apretadas ¿trescientas? personas, calculo, y cuatro policías de tránsito; en la esquina de Santa Fe – a dos cuadras- está estacionado un camión hidrante y un pelotón de uniformados expectantes.

Detrás mío hay, por ejemplo, un señor de campera azul que está mirando fijo hacia el edificio en el que vive la vicepresidenta, que por cierto no es el más lujoso ni el más aristocrático del barrio. Le pregunto por qué vino y como todas las personas con las que conversé no menciona un tema judicial ni pronuncia el nombre de un fiscal, aunque es esa esquina de lo único que se habla es de política. Podríamos decir que se debate de política económica, para abreviar, pero en realidad de lo que se trata es de fenómeno argentino único y quizá por eso mismo, complicado de comprender: peronismo.

El señor de campera azul me dirá, por ejemplo: “Yo tengo un hijo médico y otro ingeniero. Eso significa que este país me subsidió la educación de mis dos hijos: desde la primaria hasta los posgrados. Si tuviera que haberla pagado, como hubiese pasado si viviera en Estados Unidos, eso sólo, ¿cuánto dinero representa? Un millón de dólares, por lo menos. Y acá hay gente que recibió lo mismo que cuestiona que el Estado le pague un subsidio de 20 mil pesos a un desocupado. Eso es ser ignorante”. El señor de campera azul me dirá luego que dijo “acá” porque ese es su barrio: vive a pocas cuadras.

Muchos de los autos que pasan por Juncal tocan la bocina y a cada uno el señor que tengo al lado le devuelve ese saludo con un grito: “Viva Perón”. Llegó temprano, me comenta, sin almorzar, y cometió el sacrilegio de comprar fiambre y pan en un negocio de la esquina: “Me cobraron 1.500 pesos”, dirá, mientras abre la mochila y me muestra el paquete, que tiene el ticket pegado en a bolsa de naylon transparente: 1.575 pesos, efectivamente. Luego resumirá así su presente: “Soy gastronómico. Trabajo desde hace 15 años para la misma firma. Cocino para 450 personas cada día. Gano 70 mil pesos. ¿Y sabés cuánto factura la empresa? Veinte  millones por quincena. La quieren toda para ellos. Hace unos días el gremio cerró la paritaria y logró el 78% de aumento. No fue un regalo: es duro y cansa pelear por el salario, pero si nos organizamos y no nos rendimos, logramos que respeten nuestros derechos hasta los más mezquinos. Y ojo: yo no soy gremialista. Soy un trabajador, pero soy un trabajador peronista».

Silvia fue desde Barracas.

En la vereda de enfrente una mujer rubia deja entrever debajo de su campera roja una remera negra que tiene estampado el DNI de Cristina. Le pido permiso para hacerle una foto y se abre la campera y la sonrisa de par en par. Me dirá luego que se llama Silvia, que llega desde Barracas y que tiene una Pyme. “Cuando empecé tenía 17 empleados. Con Cristina llegamos a ser 70. Y todos nos podíamos ir de vacaciones y llegábamos a fin de mes. Luego, vino esa verdadera pandemia, que fue Macri. Quedamos 20. Todo lo que habíamos logrado fue para atrás. Para poder pagar los sueldos tuve que dejar de pagar los impuestos. Todavía estoy bancando las deudas y las moratorias. Ahora, esta misma gente está amenazando con volver a destruir el país y no lo podemos permitir: por eso estoy acá”.

A pocos pasos, otras dos mujeres se sacan selfies con los dedos en V. Son maestras, me dirán. Ruth es quien me explica sus motivos: “Esto es la misma historia que se repite”. Le pregunto a qué historia se refiere y me mira sorprendida: “La del 55. Son los mismos: la misma gente que quiere lo mismo. Los que bombardearon la Plaza de Mayo, los que desaparecieron a 30 mil, los que gasearon el Congreso por la reforma previsional hace tres años y ayer acá. Son gente de temer, pero nosotras ya no tenemos miedo: esa tiene que ser la diferencia”.

Son más de las 18 y hay más personas.

¿Cuatrocientas?

Así que las veredas desbordan y la calle Juncal se corta al ritmo de un clásico: la marcha peronista.